Sed buenos y no os enfadéis porque haga un alto en la serie de entradas sobre el Kruger nada más empezarla, anda, que la efemérides de hoy siempre me pone algo tonto, y merece la pena dedicarle una entrada. Dedicársela al recuerdo de Galicia: al de la ciudad donde me volví biólogo, y al del barrio que está ahora en fiestas, engalanado y perfumado con las diminutas flores de los aligustres. ¡Menuda alegría me llevé, de hecho, al llegar el sábado por la tarde a Bloemfontein y ve que dentro del campus habían montado un tinglado de casetas y atracciones de feria! Ya casi estaba teniendo espejismos con escenarios de orquestas y verbenas... pero mi gozo en un pozo: pues el festival no empezaba, sino que terminaba a la vez que nuestro trabajo de campo.
Los aligustres en cambio sí andan por aquí, resistiendo mal que bien la estacionalidad invertida de las lluvias de la zona (la verdad es que todas las especies europeas que veo en jardines tienen una pinta penosa); y me alegran el día, no con sus flores, sino con sus frutos, que es lo que les toca tener a estas alturas del año. Me lo alegran a mí porque se lo alegran a su vez, no a las currucas y a los verderones, sino a los bulbules encapuchados, a los zorzales del Karoo y a los pájaros-ratones dorsiblancos, unas criaturas panzudas, adorables, que tras comer se cuelgan de las ramas, bien apretujaditos y al sol, para hacer la digestión. Envidia me dan...
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