Para evitar que, a través de la serie de entradas que escriba sobre estas dos semanas de trabajo de campo, os llevéis la impresión equivocada de que todo han sido tortas y pan pintado, voy a empezar relatando los malos momentos. En concreto el peor de todos: que los quince días pasaron volando. Que ya estoy de vuelta en la fría Bloemfontein, que por comparación con cierta localidad gala tan apetecible se me hacía antes, y que por comparación tan antipática se me hace ahora tras haber disfrutado dos semanas del lowveld. Y es que se le coge muy pronto el gustito al "safari": el muestreo en mariposa de 2014 fue apasionante, pero demasiado breve; tengo que remontarme a la vuelta curruquista de 2011 para rememorar un muestreo de los largos, de los de ropa sucia, comidas irregulares, siestas improvisadas en sustitución del ausente sueño nocturno... y muchos bichos, y sobre todo mucha diversión.
Pero como de Bloemfontein al Kruger aún hay una tirada de kilómetros, justo es que empiece el relato por el viaje de ida... y, ya que estamos, el de vuelta también. Pues el de ida empezó en taxi, camino del aeropuerto: aunque el sábado volvimos todos juntos, mi jefe y las dos alumnas habían aprovechado este mes de vacaciones de invierno para ir antes a ver a la familia, de modo que tuvimos que reunirnos ya allí para empezar el trabajo. "Allí" fue en un principio White River, a hora y pico del parque, a donde volé desde Bloemfontein para ahorrarme diez horas de autobús y donde vive la familia de Klinette, en cuya casa nos alojamos Mariska (llegada desde Namibia) y yo antes de ir los tres juntos al Parque el día siguiente, donde nos esperaba ya Mdu. Hora y pico de viaje de ida, y hora y pico de viaje de vuelta ya los cuatro juntos en el coche de mi jefe (Klinette terminó antes con su muestreo y volvió a ver a sus padres, y la recogimos ya al acabar nosotros de camino al sur), que me preguntó justo entonces "¿y tu región de España, cómo es?" "Pues... no te lo vas a creer... pero exactamente como aquí", dije, y no mentía, aunque el estupor me hacía preguntarme si soñaba: el entorno sur del parque, en efecto, es una sucesión de colinas de granito, viejas como Galicia, viejas casi como la corteza terrestre misma. Domos, bolos, lanchas... las mismas formaciones rocosas entre las que he pasado casi toda mi vida y que, horror de los horrores, asoman en Mpumalanga a la superficie allí donde los incendios han abierto claros entre las plantaciones de pinos y eucaliptos, eucaliptos hasta donde llega la vista. Redondeado con alguna mimosa que otra amarilleando junto a los caminos... solo algunas plantaciones intercaladas de caña de azúcar y nueces de macadamia me recordaban que no estaba en el fogar de Breogán. Y la misma mentalidad entre las gentes, que es lo peor: "qué bonito, qué verde es todo esto, no como el secarral del Free State..." Ver para creer.
El camino de vuelta en todo caso fue poco a poco dejando atrás el déjà vu, a medida que ascendía las pendientes más accesibles del Drakensberg, pasando de las los suaves perfiles graníticos a los escarpes de arenisca, de los eucaliptales a los campos abiertos y por fin a la mole informe de Johanesburgo, que circunvalamos a paso de tortuga (obra- incorporación - atasco, obra - incorporación... ¡ay, Madrid de mis amores!) antes de incorporarnos a la N1, columna vertebral del país, que baja directa desde Zimbabue hasta Ciudad del Cabo, uniendo las tres capitales del país y trazando las más de las veces una recta casi perfecta "en la que ves a tu perro escapándose durante tres días", en palabras de mis compañeros de viaje. Compañeros que desde el primer minuto alternaron siestas e improperios al paisaje castellano de la meseta central sudafricana: del Transvaal al cisvaal una sucesión interminable y apenas ondulada de de barbechos de cereal y de pastos con vacas y cebúes (y avestruces y gacelas). Y cuanto más bufaban y más se desesperaban, más me iba animando yo, atento a distinguir qué sería la siguiente silueta recortada contra el horizonte, qué el siguiente bulto posado sobre el poste de una verja... cualquier cosa que me ayudase a seguir sumando especies. La verdad, qué raro debo de ser, cuando al viajar muchas veces casi con lo que más disfruto es, de hecho, con el viaje...
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