¡Hola, hola! Desde Madrid os escribo ya. Y aunque no llevo ni 24 horas en suelo patrio, ya se me hacen terriblemente lejanos los recuerdos del último fin de semana enseñando a Marta algunos de los rincones por lo que me he movido este año; o los de ayer mismo, en que pasamos buena parte del día descubriendo Lyon... todo ello dará para algunas entradas, pero empecemos, como a veces es aconsejable, por el final: disfruté esta noche pasada en Barcelona de apenas un suspiro de sueño, y esta madrugada salí camino de la capital dando un pequeño rodeo: en su día al comprar los billetes resultó ser mucho más barato venir vía Valencia, cambiando allí de tren, que bajar directamente de Barcelona a Madrid; y dicho y hecho, me hice los dos catetos en vez de la hipotenusa, disfrutando de paso con el tachamiento de una nueva ruta en tren. Barcelona - Valencia primero, donde escondida tras las cañas duerme la vía, metida casi en la playa muchas veces, y atravesando en otra planas sembradas de hortalizas y de urbanizaciones monstruosas. Y cuanto más al sur, más seco, y quedan hacia el interior las sierras litorales: desiertos pedregosos donde las águilas perdiceras intentan no extinguirse. El segundo de los trenes, dejadas atrás huerta valenciana y viñas de Utiel-Requena, escala y, túnel va, viaducto viene, se interna de nuevo en estas sierras, y a partir de las Hoces del Cabriel comienza a pasar junto a varias de nuestras localidades de muestreo de lagartijas. Y mientras pensaba en si me dará tiempo este año de muestrear más o menos veces con Álex (o siquiera una), el tren se apeó ya a partir de Cuenca del sistema Ibérico, y poco a poco los viñedos y los campos de cereal rabiosamente verde fueron dando paso a ciudades dormitorio, radiales y vertederos de neumáticos. Y tout d'un coup, la gran ciudad: aquella con la que sueño cuando no duermo en ella, y desde la que sueño con todas las demás. Mi casa.
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