Subí a Orense el viernes por la mañana, y he vuelto esta misma de hoy. Hay poco que reseñar: allá al noroeste, bajo la nube, el fin de semana se ha prestado bastante poco a hacer gran cosa, y en casa obramos todos en consecuencia. Solo me queda pues recurrir como de costumbre a pintar un poco el paisaje con palabras: salen pronto los trenes, de ida y de regreso, y el amanecer llega ya atravesando Castilla, lejos de todo monte. Los milanos reales venidos desde Centroeuropa (siluetas negras con las primeras luces, deslumbrantes luego con el sol ya alto) patrullan lentamente el terrero, solos o en grupo, con la intención de hacer que las bandadas de pardillos y gorriones pierdan los nervios y se arranquen en un vuelo atropellado; aceleran entonces y, con eficiencia germánica, entrelazan las garras en torno al desayuno, mientras las avefrías alzan también el vuelo y aplauden el lance con sus alas anchas, como de mariposa. Y de fondo el telón siempre cambiante y siempre sobrecogedor de las nubes de otoño; que no es que sean "bajas" (por contraposición con las nubes altas de verano, hilillos traslúcidos de algodón), sino que son gordas, y ese espesor es el que les permite definir mil texturas y matices de gris y dorado. Animado por el agua de esas mismas nubes, el cereal de invierno empieza a asomar en manchas irregulares sobre el labrado, como la barba en la cara de un chaval... y cuando me quiero dar cuenta llegan ya los primeros túneles, a un lado y otro del recorrido, y ora vez se me ha quedado el libro sin leer...
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