Me doy cuenta, de nuevo, de lo hipócrita que soy a veces: aunque me lo calle, me carga mucho que la gente utilice un par de comparaciones ornitológicas que no me gustan por lo inútiles (por inexactas) que me parecen; me refiero a la comparación de los cantos del triguero y del verdecillo con mover un manojo de llaves o freír huevos, respectiva(o, a veces, indistinta)mente. Y sin embargo soy yo el que luego recurre a una comparación igualmente tonta, que me abochorna pensar luego en frío por lo cursi que resulta, que es la de decir que "las golondrinas dáuricas parece como si les hubiesen mojado el culete en un tintero y luego ¡hala!, las echasen de nuevo a volar...". Lo pensaba el domingo por la mañana cuando, dando un paseo junto al Miño, descubrí volando una pareja de estas preciosas golondrinas entre los cada vez más numerosos aviones roqueros y los cada vez más escasos aviones comunes que anidan en el puente del Ribeiriño; las primeras que veo dentro de la ciudad (criando, o pensándoselo, no me extrañaría), y las primeras que veo este año por lo demás. Y lo que todavía no he visto, ni en Madrid ni por supuesto en Orense, es un mísero vencejo... a ver a qué estamos jugando, hombre.
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