Apenas ya sin luz del día, me despedí ayer por tiempo indefinido de los paisajes desde el Alvia con los alrededores del nuevo adaptador de ancho de vía que utilizamos en la estación de Zamora, para cambiar entre velocidad normal y alta. Un cementerio de bobinas de cable es lo que se ve: enormes carretes de madera que de niño tenía ganas de transformar en vehículos futuristas... y en mesas de jardín. Orense quedó atrás, empapada, escurriendo el agua del diluvio del sábado mientras la calle se llena de gente disfrazada (¡qué mal aguanto los carnavales!). Y los míos, en casa, de sobremesa de las pantagruélicas comidas previas a la Cuaresma. Habrá quien me eche más de menos, y quien menos, pero sí sé quién es el que me recibirá cuando vuelva con mayor alegría, el último fichaje doméstico: el Cuco.
¿Y cuándo tocará volver? Ni idea; tendré que irme antes. Irme, y enterarme de cómo funcionan allí los festivos, las vacaciones, las horas semanales y demás, de manera oficial y oficiosa, que liego, en esto de la investigación, ya se sabe... En fin, cada vez me queda menos para ir saliendo de dudas.
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