lunes, 25 de julio de 2016

Airborne

Estuve ayer repasando las fotos que saqué a lo largo de la semana del congreso y estoy medianamente satisfecho con ellas; creo que darán para varias entradas. Pero básicamente por fastidiar, en ésta vais a tener que conformaros con mis palabras... Salimos de Dijón muy de mañana el domingo 17 camino de París, para tomar el primero de los dos vuelos que nos dejarían en Terceira, vía Lisboa. Iba sentado en la ventanilla, y por suerte la avanzadilla de la ola de calor que os achicharró a lo largo de la semana pasada, y que nosotros ni olimos, había dejado toda Europa occidental prácticamente libre de nubes. Por suerte, digo, porque aunque mentalmente uno siempre se imagina viendo desde el avión todos los paisajes de las regiones sobrevoladas, bien sabéis que en la práctica sólo suele verse una alfombra blanca. Pero estaba enrollada la alfombra el domingo, como digo, y al ir atravesando Francia se iba sucediendo el mosaico de bosques, prados de ganado y campos de cereal y colza listos para ser cosechados: cuadrados mayores y menores, y otras manchas con formas más elaboradas, al capricho de ríos, carreteras y desniveles. Salimos por fin al Atlántico al sur de Nantes, dejando a la izquierda las grandes bahías que rodean La Rochelle, y más a lo lejos el alargado estuario de La Gironda, donde mueren a un tempo Dordoña y Garona, río de cuyo origen ya hablé en su día. Mientras el avión trazaba un arco por el Cantábrico supongo que dormí algo y leí un rato, pero enseguida volvieron a pasar cosas interesantes allá fuera: tomamos metafóricamente tierra sobre la rasa cantábrica, que enseguida se alzó para dejar a un lado las cumbres tocadas de blanco de Picos de Europa, y detrás de los montes la sucesión de embalses del reino de León, empezando por Riaño y acabando en Ricobayo y La Almendra. Cruzamos el Duero dos veces: la primera no muy lejos de donde debe de cruzarla el ferrocarril, cuya línea ininterrumpida por incorporaciones se distinguía nítidamente de las autovías desde el aire; y la segunda sobre las estrecheces de Las Arribes, entrando enseguida en Portugal. Y más ríos y más embalses, pintando de azul los pliegues de unas sierras marrones: descendimos el Zêzere al encuentro del río de las arenas de oro, y siguiendo la franja intensamente verde de los arrozales de sus orillas llegamos por fin al mar de la Paja, a los puentes y a Lisboa. Y algunas horas de insulso Atlántico más tarde, éste ya sí oculto por las nubes, atravesamos éstas para darnos ya de bruces con Terceira, muy verde y muy negra. Una isla que descubrir y un congreso que disfrutar nos esperaban al otro lado de su aeropuerto de juguete. Pero eso ya será otro día...

Feliz Santiago a todos.

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