Este año, no sé por qué, me volví de la aldea con la impresión de que apenas se veían pájaros, al menos en el entorno de casa, y en comparación con otros años. No había el rebullir de padres y pollos del año habitual (desde golondrinas hasta pardillos), no llegué a ver un sólo mosquitero musical o papamoscas cerrojillo en paso, no se veían apenas tórtolas en los cables... y de la manera más inesperada, tal sequía de plumas me llevó a fijarme en otras alas más pequeñas.
Dejadas a su aire, unas matas de menta que crecen al pie de la casa, crecieron mucho y se pusieron a florecer como locas.
Y atraídas por estas espiguillas de flores blancas, un sinnúmero de abejas se pasaban la tarde zumbando de flor en flor. Y a falta de algo más entretenido (hasta me he dedicado a sacar fotos de patatas, ya os podéis imaginar...), eché unos buenos ratos mirándolas de cerca e intentando sacarles alguna foto.
Y digo "abejas", pero ni una sola de las abejas "normales", las de la miel, se pasó por las flores de menta en todo el tiempo que estuve mirando. Fueron abejas de otras familias, seguramente solitarias, que ni sé identificar ni tampoco me preocupa especialmente.
Abejas en general bastante menudas, peludas y con bandas blancas en vez de amarillas contrastando con el negro.
Algunas muy curiosas, como con cara de hormigas.
De una en una, de dos en dos... peleándose a veces por alguna espiga que debía de ser especialmente suculenta.
¡Si hasta las muchas moscas que también había parecían abejas!
Estuvo bien, la sesión de bicherío delante de las narices. Muy infantil todo, lo de mirar bichos en las flores en las tardes interminables de verano. Lo malo es que ¡ay!, sí se acaban...
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